24 dic 2011

Fábula de la forma


Apuesto que en muchas casas hay una así. Me refiero a uno de esos accesorios navideños infaltables de los setentas. Una cosa súper kitsch. De esas que, entre más cariño siente uno al recordarlas, más kitsch resultan. Y a las que, precisamente, por cariño, no reconocemos públicamente como kitsch, sino que las llamamos "vintage", para dar cierta dignidad retrospectiva a su desatinado estilo.

De pequeña, muy pequeña, me fascinaban los trinos que salían del árbol de Navidad. Cualquier adulto diría que era "una horrorosa repetición mecánica de algo como unos trinos", pero yo no. Para mí eran unos trinos en plena forma. Y donde había trinos, había vida.

Yo estaba convencida de que, en alguna parte de aquel embrollo que era nuestro pino navideño (canadiense un cuerno: made in China), habitaba un pájaro. Un pájaro que no se dejaba ver. Un ave tímida, o quizás fantasma. Le preguntaba a mi mamá dónde estaba el pajarito. Divertida con mi curiosidad, ella me decía: "No sé, búscalo".

Ja, ya iba a encontrarlo.

Cada año (es un decir, claro; a fin de cuentas, ¿qué sabe uno del paso del tiempo cuando es tan niño?) esperaba con ansia que se abrieran las cajas que guardaban la decoración navideña de la casa. En especial, me alborotaba ante una maleta de mimbre, donde tenía la intuición de que anidaba mi jilguero invisible cuando no eran pascuas. En esa maleta a la que no me dejaban ponerle un dedo, mis padres guardaban aquellas bolas de vidrio (ahora son de plástico, por suerte) con que se adornaba el árbol, tan delicadas que cada año eran menos. A veces, sin que viniera a cuento, se suicidaban como frutas maduras, cayendo de repente del árbol. No les importaba si había visitantes en la sala de la casa, si la familia estaba reunida en el comedor, cenando en santa paz. Impertinentes ellas.

Al crecer, tuve permiso de abrir la maleta. Y descubrí que mi feliz pájaro invisible no era más que otra de esas bolas decorativas, pero diferente: plateada, hueca, de su interior salía un cable de color verde. Al enchufarla, emitía aquellos misteriosos trinos, camuflada en el árbol como un adorno más.

Cuando lo averigué, ya no estaba en edad de decepcionarme por eso. Mi capacidad de asombro se había dilatado un poco. Igual sonreí recordando mi reciente ingenuidad. Lo que me movía era mi ansia por conocer el artificio, la apariencia, la forma concreta de aquel dulce engaño que me había hecho soñar.

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